Soy el que Soy

Una habitación completamente oscura, sin límites a la vista. Una luz fluorescente de color rojo intenso. Una silueta en la sombra. ¿Quién era? Entrecerró los ojos, tratando de adivinar la figura que le acompañaba.

– Soy el que Soy. Portador de luz, lucero del alba.

 

Las palabras le despertaron sobresaltado, empapado en sudor. Un sueño extraño, otro más. Los últimos meses habían sido caóticos, y sus ciclos biológicos estaban muy alterados. No descansaba, comía peor que antes, pasaba largas horas frente al televisor. Su vida se había convertido en un desastre.

Una cicatriz, fruto de una fractura de cúbito y radio hace ya varios años, le dolía algunas mañanas. La humedad hacía que se resintiesen los huesos de todo el brazo derecho. Mañanas como aquella era mejor abrazar un poco más las sábanas para mitigar el dolor.

Soy el que Soy.

Recordaba esas palabras de su educación católica: Dios se presentó así a Moisés antes de liberar a su pueblo de Egipto. ¿Había soñado con Dios? Mejor eso que otras tantas cosas.

Miró al reloj de su mesilla de noche y se maldijo por ir tarde otra vez. Se levantó a toda prisa, cogió lo primero que encontró en el armario y fue a la ducha. La situación no iba bien y el retraso en las facturas era cada vez mayor, por lo que el agua no estaba todo lo caliente que le gustaría. Su piel sufría al contacto con las gotas heladas.

Trató de atusar su pelo negro, intentando apartar el flequillo de sus ojos. La imagen que reflejaba el espejo era desoladora: treinta y largos que empezaban a hacer mella en su piel, gafas de vista (a la moda si estuviésemos en los 90) y barriga de haber hecho poco ejercicio en los últimos años.

El baño era un congelador, y solo podría quitarle el frío en aquella mañana un café bien cargado. Fue lo único que desayunó antes de salir a trabajar, no tenía tiempo para más.

 

Bajó los cuatro pisos por las escaleras para llegar hasta el Honda Civic del 2003, con el parabrisas casi congelado por el rocío. Logró arrancarlo al segundo intento y puso rumbo a su oficina.

Los atascos a las siete eran más que habituales. Seguía siempre el mismo camino, el camino en el que tardaba casi cincuenta minutos en llegar. Cincuenta minutos que daban para pensar mucho en el rumbo que estaba tomando su vida últimamente.

Pero notaba algo en el ambiente. Parecía oler como las cerillas cuando prenden. En uno de los semáforos se puso a mirar por todo el coche, en los asientos, debajo, en la guantera. No parecía haber nada que emitiese ese olor, pero le preocupaba que pudiese salir ardiendo.

Cuando volvió a mirar al frente, esperando la luz verde, lo vio de reojo. Una forma en el retrovisor, una presencia. Levantó la vista para mirar directamente al espejo, incluso se volvió, pero allí no había nadie. La piel de la nuca se le erizó y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Lo había visto, seguro. No estaba loco.

Soy el que Soy.

El mensaje seguía resonando en su cabeza. Sintió un fuerte pitido que le sacó de sus pensamientos: un taxista impaciente le avisaba de que podía seguir la marcha. Volvió a fijar su vista en la calzada y continuó su camino, sin dejar de pensar en lo que acababa de vivir.

Durante varios minutos estuvo nervioso, intranquilo, observando constantemente la parte trasera del automóvil. Se fijaba en el retrovisor, no paraba de pensar en eso, giraba la cabeza a cada minuto. No volvió a ver a la figura, pero ahora tenía la sensación de que el conductor que iba detrás le seguía.

Un coche negro, robusto. Posiblemente alemán o americano, una marca que no era capaz de reconocer. Tomaba las mismas salidas, giraba en el mismo lugar que él, conducía por el mismo carril. Estaba llegando a un punto importante de histeria y, a unas decenas de metros del trabajo, aparcó.

El vehículo negro pasó de largo, y se sintió verdaderamente estúpido. Había sufrido un episodio de manía persecutoria absurdo, motivado por un sueño que poco tenía de real. Trató de respirar tranquilo antes de salir, aunque miró alrededor mientras cruzaba la calle y daba los últimos pasos hasta la oficina.

 

Por lo menos en este edificio funcionaba el ascensor y no tenía que subir las doce plantas de oficinas a pie. Seguro que, a pesar del trabajo de mierda, todo iría mejor a lo largo del día. Es verdad que no soportaba a su jefe, que le trataba siempre como al último mono de la empresa, y que los demás le seguían el juego y le hundían aún más. Pero seguro que podría ser peor, y ahora no serviría lamentarse.

Se sentó en su escritorio y encendió el ordenador. Trabajaba con normalidad, nada extraño. Su labor consistía en rellenar tablas y más tablas con números de ventas, que conseguían hacer feliz a su jefe si a final de mes sumaba en positivo.

Precisamente un correo suyo le reclamaba los informes del último mes, que llevaban un par de días de retraso. No solo le pagaban poco, sino que le exigía más velocidad que al resto. Pero no podía tensar más la cuerda; aceptó y los terminó tan rápidos como pudo.

Los mandó a la impresora común, y entonces volvió el extraño olor a fósforo, ahora mezclado con azufre. Se le colaba por la nariz y le provocaba náuseas. Era peor que antes, más desagradable. Buscaba a su alrededor alguna fuente que despidiese el hedor, pero volvió a encontrar la nada más absoluta.

Se levantó a coger los papeles y empezó a sentir la mirada de sus compañeros clavándose como dardos en su espalda. ¿Sería él quien olía así? Volvió la cabeza, pero nadie le prestaba la más mínima atención. Era uno más, incluso le consideraban uno menos.

No lo entendía. Estaba ofuscado y confuso, casi perdido en la oficina que llevaba pisando más de un año. Se sentía perseguido y observado por todos y por todo. Sentía algo a su alrededor que le acompañaba a cada paso. Pero ¿qué?

Recogió los impresos y los repasó mientras se dirigía al despacho de su superior. Era una habitación amplia, con su mesa a un lado respecto a la entrada. La pared llegaba a media altura, y por encima había cristales que le permitían tener controlado a su personal.

Cuando se sentó en una de las sillitas frente al escritorio y dejó los informes, tragó saliva. Unas veces le tenía miedo, otras odio. Le ponía nervioso cuando hablaba y su bigote se llenaba de babas. Sus ojos, caídos y con enormes bolsas, emanaban desprecio. El poco pelo que poblaba su cabeza era grasiento y pegajoso. Por no hablar del sudor que impregnaba la atmósfera y marcaba el cuello y las axilas de su camisa.

Explicó detalladamente los documentos y cómo habían conseguido un aumento de treinta mil euros en el último mes, que implicaba casi un siete por ciento en el trimestre. Parecía hablar con una pared, que recibía la información pero no reaccionaba de ninguna manera. Por suerte, el director valoró positivamente los resultados al final de su exposición, aunque no otorgaba ningún mérito a sus trabajadores, sino a sí mismo. Lo habitual.

Se levantó más tranquilo que antes, quería volver a su mesa y centrarse en sus problemas. Prefería maldecir su vida y contar las horas que le quedaban para salir que realizar su trabajo.

Al abrir la puerta del despacho, una bocanada de aire caliente le golpeó la cara. Apestoso, asfixiante, irrespirable. Algo tan repulsivo que casi le hizo perder el conocimiento, hasta que puso la mirada en su puesto. Había alguien allí sentado. Corpulento, con gafas y el flequillo cayéndole por la cara. Una cicatriz. Era… él mismo. Era su mismo cuerpo, llevaba su misma ropa. Se quedó paralizado, sintió frío, incredulidad, miedo. Le iba a explotar la cabeza. Entonces la figura giró el rostro hacia él y sonrió.

Su jefe le sacó del estado de conmoción para recordarle que recogiese los papeles y le enviase un resumen por correo. Y que se fuera ya, que no quería perder más el tiempo. Volvió a mirar a su lugar de trabajo tratando de explicarse lo que acababa de ver, pero ya no había nadie allí. Tardó un poco en reaccionar, pero consiguió llegar hasta su mesa. Soltó el dossier junto al teclado y apoyó las manos, sudorosas, en el escritorio. Necesitaba un respiro, lavarse la cara, despejarse.

 

Fue hasta el baño y trató de mitigar sus miedos. Solo eran paranoias suyas, aquella visión había sido un error en su cerebro, o algún compañero gastándole una broma. ¿Y si no? ¿Y si era real? No podía ser más que una horrible pesadilla, como lo fue por la mañana. O alucinaciones, quién sabe si por llevar solo un café desde que se despertó.

Entonces la habitación se volvió completamente oscura, se perdieron los límites y las paredes desaparecieron. Y otra vez ese olor. Nauseabundo, vomitivo y del todo sofocante. Cada vez era peor. La luz se volvió roja intensa, y apenas podía ver su reflejo en el espejo. ¿Era él? Entrecerró los ojos, tratando de adivinar quién era la persona más allá del cristal.

– Soy el que soy.

Las mismas palabras que en su sueño. Pero esta vez no despertó de golpe. Esta vez todo parecía auténtico. Extrañado, trató de preguntarle a su propio reflejo y saber qué quería, pero apenas pudo balbucear.

– Soy la voz de tu ira, de tu odio. Soy la puerta al mal y el bien. Un reflejo alimentado por la cólera y el rencor. Soy lo más oscuro de tu ser. Ven, déjame vivir dentro de ti.

– Soy el que soy. Portador de luz, lucero del alba – repitió inconsciente desde este lado del espejo.

No podía reaccionar, ya no era dueño de su cuerpo. La figura reflejada se había transformado en algo distinto. Seguía siendo él, pero parecía mucho más demacrado a la vez que tentador. Su voz resultaba seductora, atrayente. Sus dedos se movieron hasta el cristal, para comprobar que lo que sucedía era real.

En el momento en el que su piel entró en contacto con el frío espejo, sitió una fuerza inhumana ascendiendo desde la mano hasta el hombro, y distribuyéndose desde ahí al resto del cuerpo. Era doloroso. Tanto que se retorcía y sentía el peso de una apisonadora en cada uno de sus huesos. Cerraba los puños con tal violencia que empezó a sangrar. Trató de gritar, pero fue en vano. Ni un solo hilo de voz salió de sus cuerdas vocales. Se ahogaba, se retorcía de dolor, era tan intenso que cayó desmayado.

 

Cuando por fin abrió los ojos, después de muchos minutos, la luz le cegaba. Los fluorescentes del baño volvía a tener su resplandor habitual, los límites de la habitación estaban perfectamente definidos y varios charcos inundaban uno de los urinarios.

Cuando quiso levantarse, no podía ni moverse. Tenía la mandíbula desencajada, los brazos temblorosos y las piernas ancladas al suelo. Tiritaba de frío, pero sudaba a mares. Los huesos parecían destrozados, fracturados en mil pedazos. Y sentía los músculos atravesados por cientos de cristales rotos. Al menos pudo observar que no era tal cosa, solo una ilusión. El espejo estaba entero, en su sitio.

Recuperaba la movilidad poco a poco, hasta que pudo incorporarse con cierta dificultad. Se puso de rodillas y se agarró al lavabo. Necesitó respirar antes de llevar a cabo la siguiente acción. Nunca le había atropellado un camión el mismo día que se había contagiado de hepatitis, pero debía ser una sensación parecida a esa.

Con un esfuerzo titánico, consiguió ponerse en pie y mirar al espejo. Era él. Él mismo. No había nadie más allá. Es cierto, no tenía buena cara. Pero llevaba meses así. Aún apoyado en el mármol, bajó la mirada para lavarse la cara, pero lo que encontró allí fue diferente.

Un cuchillo. Un enorme cuchillo brillante. No recordaba haberlo visto al entrar, y ahora parecía llamarle con la misma fuerza con la que le había llamado el hombre del espejo. Tragó saliva con dificultad y, con la respiración aún entrecortada, cogió el puñal por su mango metálico.

Lo miraba. Lo observaba. ¿Estaría lo suficientemente afilado? Lo agarraba con todas sus fuerzas, aunque su cuerpo temblaba. Sus ojos se reflejaban en el lomo de la hoja, que le gritaban que lo hiciese.

Para asegurarse de que todo saldría bien, comprobó el filo del cuchillo en su palma izquierda. La hoja abrió perfectamente una línea recta en su piel, que dejaba a la vista músculos y tendones. Pero no le dolía. Ya no sentía el dolor.

 

Salió del baño, regando cada paso con un hilo rojo que, como a Hansel las migas de pan, le devolvería a su hogar. Con absoluta tranquilidad, ante la atónita y descompuesta mirada de sus compañeros, se dirigió al despacho de Martín.

Sin darle tiempo a mediar palabra alguna, clavó el cuchillo una, dos, tres veces en el costado encamisado. La hoja entraba y salía con facilidad, aprovechando los huecos entre las costillas V, VI y VII. A medida que el traje se cubría de sangre, también lo hacían los pulmones de su jefe.

Una cuarta y una quinta puñalada fueron a parar a la garganta, que sangraba a borbotones espasmódicos. El cuchillo había seccionado la yugular, la carótida y parte de la tráquea, y muchos de los músculos que sostenían el cuello en su lugar.

La vista de Martín, ya perdida, contrastaba con la del empleado, llena de sangre, lujuria y odio. Casi podía saborear la sangre que le escapaba de la boca y volvía a su interior por la abertura del pescuezo. Estaba disfrutando con aquello.

Para el último corte utilizó ambas manos, hundiendo la hoja en la barriga, justo por debajo del esternón. Con la misma fuerza titánica de antes, abrió en canal la tripa de su jefe, sintiendo el calor de su sangre en los nudillos. Ahora sí gritaba. Gritaba como no había podido gritar en el baño. Gritaba como ya no podía gritar Martín. Gritaba frases confusas en cualquier lengua extinta.

Completamente lleno de sangre, y con el cuerpo sin vida de su superior bajo su dominio, dio por concluida su tarea. Tenía la boca seca, pero paseó su lengua por todas las heridas para calmar su sed. Era el sabor de la victoria, del deseo.

Los dedos le palpitaban, aunque ahora todo era paz y tranquilidad. Soltó sobre la mesa el arma con la misma tranquilidad con la que había salido del baño. Una tranquilidad que difería con la confusión que reinaba en la oficina. Pero a él ya no le importaba.

Con serenidad, volvió la vista hacia una de las ventanas abiertas del despacho. Gastó las pocas fuerzas que aún le quedaban para agarrarse al dintel, poner un pie en el alféizar y saltar al vacío.

Ahora buscaría otro cuerpo.

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